
Cuando entré en la habitación, divertida y sonriente y allí seguía él, en su mecedora, dormitante, con los pies junto a la estufa y los años pesándole en los huesos.
Abrió los ojos y al verme sonrió.
Me acerqué y él, tranquilo, me señaló el reloj.
-¿Ves lo lentas que avanzan las manecillas?- dijo
Lo miré y asentí sin entender lo que quería decirme
-Pero nunca se detienen.